Una película catalana, rodada en catalán, sin sincronizar al español con un comienzo modesto que no ha parado de subir peldaño a peldaño el recorrido cultural hasta estar hoy nominada a los Oscar 2018 y tener ya en su haber ciertos premios en diferentes festivales cinematográficos. Verano 1993.
La película empieza con un final y un cambio de familia. La pequeña Frida es adoptada por su tío a la muerte de su madre. La directora Carla Simón nos muestra en una pequeña historia los reflejos del interior de una niña adaptándose a un nuevo entorno.
Las emociones están algo soterradas en la niña, la cotidianidad de la vida en una casa a las afueras es el marco de esa familia que con el nuevo miembro busca intuitivamente un nuevo orden. La interacción entre las niñas, entre los adultos, entre el adulto y el niño es lo que llena toda la película.
Carla Simón consigue mostrarnos esa parte infantil a la vez algo profunda de la que no sabemos si en su fondo hay maldad, inseguridad, nada, o si es únicamente infantil e inocente. El espectador observa a la niña de la película olvidándose que es un personaje creado.
La película está envuelta en una realidad palpable, reconocible. Una realidad que forma parte del espectador.
Las sombras de una madre muerta están presentes en algunos diálogos, en algunas acciones de Frida.
Carla Simón nos muestra una historia nítida, continua en un espacio de tiempo limitado.
Una película fácil de ver, una historia real entre luces, una historia que empieza y termina en la infancia, una emotiva dedicatoria a quien seguramente la hizo posible.